ARKHAM ACADEMY
- Andrés Gómez
- 4 feb
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 4 may

Hay frases de ficción que, inesperadamente, describen mejor la realidad que muchos tratados. En El Caballero de la noche, Harvey Dent afirma: «O mueres como un héroe o vives lo suficiente para verte convertido en villano».
Nunca imaginé lo delgada que podía ser esa frontera en la educación, ni cuánta verdad encerraban esas palabras. Con el tiempo, aprendí que resistirse a la mediocridad puede implicar ser visto como el enemigo.
No deseaba ser el profesor que todos temían, pero la fama es algo que uno no elige, sino que lo elige a uno. Y, una vez impuesta, solo queda resignarse: «Cría fama y échate a dormir». Quedé atrapado en el rol del profesor implacable en mi primer semestre de una universidad privada de la capital. Todo por marcharme temprano de una clase donde, pese al bajo rendimiento, nadie llevó el material de estudio ni entregó el taller de recuperación que habían solicitado.
Mi decepción se malinterpretó como rigurosidad. Luego, con los pésimos resultados del parcial, se difundió la errónea idea de que ejecuté una venganza y fui visto como despiadado. A partir del voz a voz, mi fama recorrió los pasillos antes que yo, y mis resentidos repitentes reforzaron el mito con cada trabajo que no acepté dos meses fuera de plazo.
Cuando en un comité de facultad me negué a hacer el trabajo de otros después de entregar el mío, el estigma se amplió. Ahora, estudiantes y administrativos me veían inescrutable.
Mis colegas, asiduos habitantes de extensas jornadas de tinto y cigarrillo, me decían que llamaba demasiado la atención porque mi idealismo rechazaba la moneda común de la inercia. Ellos llevaban la procesión por dentro: el sistema los obligaba a «considerar al estudiante como cliente»; así, aprobaban trabajos mediocres, mimaban alumnos y adulaban directivos, luego se veían coaccionados a invertir los roles.
Esa filosofía resultaba de reuniones en las que decanos, vicerrectores y demás jefes, siempre con tono conciliador, sugerían ser «estratégicos» para defender la permanencia estudiantil, sin atender nunca a la calidad.
Así, lecturas básicas, tareas repetidas y talleres adicionales reemplazaban la rigurosidad académica, lo fundamental era no reprobar a nadie. Los profesores estaban habituados a la abundante verborrea directiva. Frases como la universidad está pensando en… se repetían hasta el hastío, siempre vacías de acción. Además, debían aceptar cada actividad asignada a última hora sin remuneración.
Sospecho que también prestaban dinero sin cobrar intereses para no disgustar a nadie. La resignación campeaba, la incompetencia se disfrazaba de empatía y todos buscaban «hacerse pasito». Los docentes renovaban contratos profesorales, y los estudiantes obtenían sus cartones con el menor esfuerzo.
La facultad era un teatro del absurdo, la universidad el telón que ocultaba la parodia del crecimiento intelectual. Todo esto, si bien no generalizable, contribuía a la decadencia de la sociedad, a sobrevivir en medio de una Ciudad Gótica secuestrada por una corrupción que sin mafias ni criminales tradicionales, permanecía inundada de desidia, inercia, improvisación y conformismo.
La situación me presentaba inicialmente los siguientes acertijos: ¿Podría el conocimiento vencer a la complacencia? ¿Debía encarnar a un profesor maternal con estabilidad laboral o a uno heterodoxo? ¿Era posible ser ambos a la vez?
En mi búsqueda envidié profundamente a Esperanza, una profesora dotada de una vocación incomparable que había heredado desde los dos costados de su familia. Responsable y maternal como ninguna, indagaba a los estudiantes por sus comidas, pasatiempos y problemas, esto mientras les organizaba citas amorosas y corregía sus talleres con stickers y colores, para luego otorgarles tantas oportunidades que, cuando alguien repetía el curso, le agradecía.
Emularla era imposible. Intenté otras formas de acercamiento, pero mi reputación me precedía, era visto ya como un espantapájaros ruin que fruncía el ceño ante trabajos que desde la portada llegaban incompletos e incorrectos.
Luché contra esa fama por mucho tiempo. Para disminuirla decidí dejarme el pelo largo y me puse arete con el fin de sentirme y lucir más fresco; actuaba también más relajado y trataba de lucir asequible. Sin embargo, el mito del docente oscuro estaba escrito. Aprendí que en Gótica no se lucha contra la sombra que se proyecta.
Me debatía sobre mi rol ante este caos. Con la ilusión de marcar la diferencia, me apoyé en mi juventud e inocencia. Lejos de renunciar, deseaba romper el círculo de indulgencias que perpetuaba el problema en lugar de educar. Me vi con la motivación de Bruce Wayne —aunque sin su fortuna— luchando contra un sistema ineficiente, lleno de personajes atípicos que hacen de la academia un manicomio.
Y así, agotado de la crueldad que define al ejercicio educativo como delirio, de la injusticia de protagonizar la leyenda del docente verdugo, incluso con quienes no asistían a mis sesiones, fastidiado de aceptar que los trastornos de la comunidad académica fueran la norma, decidí no solo aceptar, sino abrazar vigorosamente mi fama.
Si Batman utiliza el temor de los criminales para lograr sus objetivos, yo también podría utilizar su método. En lugar de ganar la estima de mis estudiantes, usaría el miedo que les inspiraba, para alentar responsabilidad, calidad, sentido de compromiso y análisis crítico.
El inicio fue un desastre. Aunque convencido de requerir medidas extremas para combatir la locura de nuestros tiempos, el ambiente no ayudaba: las quejas abundaban, mis horarios eran evitados, los administrativos y estudiantes me perseguían y me veían con desconfianza, todos querían mi cabeza.
Con todo, seguí firme en mi cruzada: sería el maldito porque podía serlo, porque quería simbolizar un cambio y porque la gente buena que invierte dinero, tiempo y sueños en una matrícula merece más.
Lentamente llegaron algunos resultados. Los estudiantes que superaron el miedo empezaron a cuestionar y mejoraron en cuanto a argumentación y pensamiento crítico, lo cual reconocieron en cursos posteriores. Subieron los promedios de notas y los puntajes de las pruebas Saber Pro. Impulsé luego la idea de #Sinexcusas, y los comentarios cambiaron en medio de un ambiente diferente.
Desde la rigidez, fomenté una cultura de análisis y curiosidad. Quienes quisieron aprender y no solo aprobar, se amoldaron e impulsaron a los demás. Arriesgué mi contrato en varias ocasiones sin un comisionado que me apoyara, pero fui fiel a la idea de apartarme de la indolencia.
Estoy lejos de poder pontificar sobre el docente ideal, pero me siento satisfecho del camino recorrido. Paulatinamente tuve que soltar el rol del docente encapotado y sombrío, del paladín solitario e intolerante con la negligencia. Me estaba afectando, como le ocurrió a Heath Ledger tras interpretar al Joker, cuando confesó que el personaje empezó a influir con fuerza en su vida cotidiana.
Siempre en busca de alternativas, en esta y otras instituciones, hice apuestas muy diferentes, alguna vez experimenté el paternalismo extremo y con ello recibí el mote de Dos Caras. Aunque en ese rol recibí evaluaciones y comentarios positivos, los resultados fueron siempre significativamente mejores cuando seguí la senda del Caballero Nocturno.
Fui el profesor que nadie quería, pero el que la facultad necesitaba en ese momento. Resistí la persecución porque más que un héroe quise honrar a la academia y a la gente que cree en ella.
Pensar que es posible transformar un mundo que día a día se asemeja más a Ciudad Gótica es normalizar la demencia. Por ello, cada vez que asumo un nuevo grupo, la advertencia de Harvey Dent resuena en mi mente.
Quizás sin más salida al laberinto, mi destino sea recluirme tras los muros de Arkham.
No tengo tanta experiencia, pero estoy viviendo ese choque con una universidad que quiere "retener clientes" en lugar de educar; es difícil encontrar un punto de equilibrio, pero ya he notado que me alegra mucho más el comentario agradecido de algunos pocos estudiantes o un trabajo bien logrado después de haber sido exigente, que el falso halago o la camaradería y "agradecida evaluación" de aquellos que solo tienen interés en una nota aprobatoria y que llenos de excusas se amoldan en trabajos mediocres y múltiples segundas oportunidades.