EL HOMBRE ORQUESTA
- Andrés Gómez
- 31 oct 2024
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 4 may

Desde niño me han llamado la atención las personas con capacidades variadas, aquellas que hacen numerosas cosas a la vez.
Siempre veía un programa de donde un hombre tocaba cinco instrumentos mientras bailaba y cantaba sin perder el ritmo. Para mí, era un símbolo cristalino de talento. Al crecer, comprendí que también era una forma del rebusque latinoamericano que se vive en los semáforos.
Nunca imaginé que ser docente equivaldría a encarnar a esos señores de la tele y las calles. Desde afuera, la labor parecía altamente especializada: el uso del intelecto y la transmisión de valores y conocimientos—temas de por sí difíciles de cultivar y aplicar—parecían suficientes.
Ignoraba que debía explorar el saber de la psique y combinarlo con la motivación, haciendo a la vez de teólogo, sociólogo, comunicador, humanista, animador, nutricionista y sexólogo. Me convertí, sin pretenderlo, en una línea de atención 24/7: un trabajador social que asesora en finanzas, resuelve problemas legales, da consejos sentimentales y opina sobre la eficiencia de los amarres de amor.
Los irrisorios requisitos de las IES para abrir plazas y proclamar habemus docente, son insuficientes para ejercer la docencia hoy día. Por contra, la realidad exige rasgos y combinaciones tan particulares como ser exigente pero condescendiente, crítico pero políticamente correcto, un disruptor que invita a la reflexión sin hacer sentir torpes a los directivos ni evidenciar sus errores, un alterador del orden establecido que respeta códigos milenarios de las universidades.
Ser docente es defender el statu quo para proclamar cambios radicales. En cuanto a las clases, he tenido que adaptarme para dictar al menos la mitad del plan de estudios de economía, un tercio del de administración y un cuarto de los posgrados en ciencias económicas.
Para los administrativos esto es lo normal. Recuerdo uno que le pidió a un compañero asumir un curso de economía política porque, en ese momento dictaba política económica. Su ignorancia no pudo encontrar temas más divergentes en todo el currículo.
La misma «filosofía» lleva a los directivos a asumir que el titular de economía latinoamericana puede dar la internacional; que el experto en historia de Colombia también profesa la de la Atlántida; y que dominar la economía ambiental habilita para dictar biología marina.
El ideal de la afinidad temática para designar docentes perece ante la urgencia de «llenar huecos». Sin poder negarle un «favor» al decano, uno termina dictando cursos de los que no tiene idea ni agrado, entregando el doble de tiempo y energía para lograr un aporte digno, solo para ver cómo el esfuerzo se evapora con los «huecos» del nuevo semestre.
Pero los directivos son insaciables con sus hombres orquesta. Además de las clases, exigen asistir a comités interminables; desarrollar acreditaciones y registros calificados; gestionar proyectos propios y ajenos; coordinar prácticas profesionales sin convenios; ejercer internacionalización con presupuestos franciscanos; diligenciar formatos al estilo notarial; publicar en revistas indexadas; escribir libros; obrar como jurados y directores de tesis; conseguir consultorías, diseñar, monitorear y evaluar cursos.
Exigen experiencia en eventos nacionales e internacionales sin dar presupuestos ni permisos para los viajes; direccionar grupos de estudio e investigación; orientar a monitores y pasantes; establecer redes de interacción académica; acreditar premios y reconocimientos en docencia e investigación; clasificar como investigador senior ante MinCiencias; manejar complejos paquetes de software; participar en foros y simposios; impartir educación continua a través de diplomados y diferentes posgrados…
Aún así, ser omnipresentes y omnipotentes no es suficiente muestra de talento y compromiso. La infatigable capacidad delegativa de directivos que no saben qué es lo que dirigen, nos convirtió en impulsadores de supermercado.
Ante la crisis de matrículas—resultado del propio desprestigio que las universidades tejen sobre sí—, los profesores debemos reclutar gente a todo costo… es decir, a cero costo. Entonces, a las 500 labores previas, se suman llamadas, correos, visitas a colegios, promocionar el pénsum en los pasillos, y ofrecer paquetes de descuento.
Sorprendido por el cúmulo de actividades a realizar, consulté con Numar, mi vecino de cubículo en la sala de profesores. Él era un profesor de planta con amplia experiencia en docencia e investigación, inteligente y agudo, amante de los libros, de contar chistes que convierten lo ordinario en filosofía y de la innovación en el aula. Me dijo:
—Andrés, si te descuidas, si me descuido, nos ponen una escoba en el culo… así, vamos barriendo pasillos y salones mientras dictamos las clases.
Me reí. Creí que Numar exageraba, que solo contaba uno de sus cuentos sarcásticos, que la facultad de relaciones internacionales a la que pertenecía era diferente. Pero era yo quien debía despojarse de la ingenuidad, descubrir la realidad del mundo académico y enfrentar las múltiples demandas de diferentes grupos de poder.
Hoy me es imposible no sentir admiración por Numar, por mis colegas, por el vasto número de docentes que emulan al colibrí, por los que se retiraron y los que permanecen, por quienes aprenden con entusiasmo para enseñar.
Los docentes suelen trabajar con convicción, vocación y conciencia. También por su propio bienestar, claro está, pero entregan toda su capacidad intelectual, la calidad de su vista y su voz en aras de ver crecer a sus estudiantes.
Aunque hay villanos que cometen pecados profesorales, la mayoría de docentes son héroes. Sus superpoderes radican en su convicción y voluntad para pelear por el bienestar de la sociedad. Desarrollan múltiples capacidades y roles multivariados y exigentes, todo mientras se adaptan a lugares marginales de la escala social y económica.
Lamentablemente, el cóctel de sobrecarga, baja remuneración, escaso reconocimiento, colegas beligerantes, directivos mediocres, y estudiantes indiferentes— que solo despiertan al oír la palabra parcial—, es la kryptonita que menoscaba la voluntad.
De hecho, el trabajo docente, antes muy respetado en el país, hoy es catalogado como el más tóxico y el menos apreciado. La precarización de las condiciones hace que la educación superior espante a excelentes elementos, quienes prefieren la informalidad o el desempleo antes que seguir educando.
Los docentes ejercemos actos circenses permanentes: interpretamos diferentes temáticas simultáneamente, hacemos magia descifrando y creando teorías mientras cultivamos valores y conocimientos, esquivamos cuchillos administrativos y realizamos malabares para captar la atención estudiantil.
La academia nos ha convertido en rebuscadores de la calle llenos de diplomas.
Somos docentes orquesta. Cantamos con entusiasmo melodías de compromiso y trabajo arduo que pocos quieren escuchar. Aun así, seguimos creyendo ciegamente en la enseñanza, mientras bailamos en la cuerda floja de la precariedad laboral que sostiene el espectáculo circense llamado universidad.
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