Desde niño me llaman la atención las personas con capacidades variadas y que hacen numerosas cosas a la vez.
Siempre veía un programa de televisión donde un hombre tocaba cinco instrumentos, bailaba y cantaba sin perder el ritmo. Lo consideraba un símbolo puro de talento; al crecer, vi que era también una forma del rebusque latinoamericano que se vive en los semáforos.
Nunca imaginé que ser docente equivaldría a encarnar un hombre orquesta. A lo lejos, la labor se veía muy especializada, el uso del intelecto y la transmisión de valores y conocimientos —temas de por sí difíciles de cultivar y aplicar— parecían suficientes.
Ignoraba que debía explorar el saber de la psique y unirlo al del motivador, haciendo de nutricionista, teólogo, sociólogo, comunicador, humanista, y sexólogo. Me convertí en un trabajador social capaz de hacer asesorías financieras, legales y sentimentales.
Los irrisorios requisitos de las IES para abrir plazas y proclamar: habemus docente, son insuficientes. Se necesita ser exigente pero condescendiente, crítico pero políticamente correcto, un disruptor que evita que los directivos se sientan torpes o que asuman sus yerros, un alterador del orden establecido que respete códigos milenarios de las universidades.
Ser docente es defender el estatus quo para proclamar cambios radicales, es encontrar la cuadratura del círculo. Solo en cuanto a las clases, he tenido que dictar al menos la mitad del plan de estudios de pregrado en economía, un tercio del de administración de empresas y un cuarto de los posgrados en ciencias económicas.
Para los administrativos esto es normal. Recuerdo uno que le pidió a un compañero dictar un curso de economía política porque en ese momento dictaba política económica, su ignorancia no pudo encontrar temas más divergentes en todo el currículo.
La misma “filosofía” lleva a los directivos a asumir que quien dicta economía latinoamericana puede hacerlo con la internacional; aquel que conoce de la historia de Colombia profesa la mundial; al dominar la microeconomía eso habilita para la macro. Los niveles I, II o III son apenas arandelas.
El ideal de la afinidad temática para designar docentes perece ante la urgencia de llenar “huecos”. Sin poder negarle un "favor" al decano, uno termina dictando cursos de los que no tiene idea ni agrado, entregando el doble del tiempo y energía para poder aportar, todo para ver como el esfuerzo se evapora con los nuevos huecos del semestre venidero.
Los directivos son insaciables frente a sus hombres orquesta. Piden, además de las clases, asistencia a conferencias y comités, atender acreditaciones y registros, desarrollar proyectos, supervisar prácticas profesionales, coordinar la internacionalización, diligenciar formatos, publicar en revistas indexadas, escribir libros, obrar como jurados y/o directores de tesis, conseguir consultorías, diseñar, monitorear y evaluar cursos, tutorías, entre otras 500 tareas.
Pero esto no es suficiente muestra de talento y compromiso. Sorprendido en mis inicios por el cúmulo de actividades a realizar, consulté con Numar, un profesor de planta con experiencia docente de tres décadas; él, amante de los libros, de contar cuentos y de innovar en el aula con sus estudiantes me dijo: «Andrés, si te descuidas, si me descuido, nos ponen una escoba en el culo, así, vamos barriendo pasillos y salones a la vez que dictamos las clases». Me reí, pensé erradamente que Numar exageraba.
Y es imposible no sentir admiración por Numar, por mis colegas, por el vasto número de docentes que emulan al colibrí, por los que se retiraron y los que permanecen, por quienes aprenden para enseñar haciendo las cosas completas y correctas, ellos, han sudado la camiseta por sus estudiantes, por su país, por la sociedad misma.
Aunque los hay villanos, la gran mayoría de docentes son héroes, sus superpoderes radican en su convicción y voluntad para desarrollar múltiples capacidades y realizar roles multivariados y exigentes, todo mientras se adaptan a lugares marginales de la escala social y económica.
Lastimosamente, el cóctel de numerosas actividades por realizar, el bajo reconocimiento, la mala remuneración del trabajo, junto con colegas difíciles, directivos mediocres y estudiantes indiferentes, constituyen la criptonita que apaga la vena de muchos.
No es extraño que en distintos años el trabajo docente haya sido catalogado como la labor más tóxica en Colombia. La educación superior espanta a excelentes elementos que hoy prefieren hacer parte de la informalidad laboral y del desempleo antes que seguir educando.
La academia de hoy revela que sus integrantes no somos más que rebuscadores. Hombres y mujeres orquesta que estamos siempre intentando descifrar, interpretar y crear sinfonías, transmitir valores, conocimientos y ejemplos, todo al tiempo de esquivar o al menos ignorar que la criptonita se encuentra muy cercana.
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