Tuve que soportar como supervisor a un tipo de "aquellos". Sucedió cuando la vaca sagrada de la facultad me pidió que me pusiera al frente de la acreditación de alta calidad del programa. Mi labor como docente de tiempo completo y las 500 tareas asociadas a ello, no le eran suficientes, requería ponerme en modo hombre orquesta, esto pasa frecuentemente en las universidades, el clavo que más resalta termina clavado.
Nadie había podido sacar adelante el proceso en dos años largos de reuniones que prometen todo y no obtienen más que ilusiones, conflictos internos y muchas frustraciones. Los tiempos apremiaban y por eso me asignaron la tarea.
Por mandato institucional reciente no bastaría con mi coordinación para recopilar y analizar la información de los numerosos y en muchos casos difusos conceptos e indicadores exigidos por el CNA. Me asignaron entonces un supervisor. Aunque ha pasado tiempo puedo describirlo: altísimo, imponente, vestía siempre trajes costosos, pisa corbata, zapatos brillantes de amarrar, gafas de marco fino. Algunas entradas avisaban su edad, pero el peinado era perfecto. Un hombre de telenovela que las mamás desearían para sus hijas.
Al conocerle me impactó su voz gruesa, la que imponía con tono de rico soberbio, extendiendo todas las eses de cada palabra, queriendo, infructuosamente, sonar juvenil. También su forma de estirarse en cada silla, tan largo como alcanzaba revelando un infinito desdén por su interlocutor y, sobre todo, mucho amor propio.
Era abogado, pero del estilo leguleyo. Estaba siempre interesado en las formas y no en el fondo. Cuando fui presentado como el coordinador de economía, sentí que evaluaba mi atuendo como si de este dependiera el éxito del proceso. En esos días yo utilizaba el pelo largo y, tal como ahora, vestía siempre de jean, así que seguramente sus prejuicios le indicaban que el proceso no avanzaría. Adelantó afanosamente una oferta que nunca había escuchado y no comprendí: el 24/7.
A esa reunión de presentación llegaron tardíamente, —como es usual— directores y decanos. Todos hablaron de lo que tenía que hacerse en el proceso y de cómo hacerlo. Era evidente que ninguno iba a hacer nada, y yo, desde mi cargo de profesor de planta tendría muchos jefes y egos por satisfacer.
Le tomaría el ritmo a sus observaciones de fondo y a sus caprichos, sabía que mi rol era complicado, pero no temía, ni esperaría mayor ayuda, estaba habituado a hacer las cosas solo en mi trabajo. Y por fin mi supervisor explicaba su oferta, tendría disponibilidad con el proceso: 24 horas diarias los 7 días de la semana.
Yo nunca había escuchado la expresión 24/7. No pude dejar de pensar por un buen rato en dónde quedaba el tiempo para la familia, la pareja, los pasatiempos preferidos o, recostarse al placer de no hacer nada. Supuse que el ofrecimiento era verídico, y/o, que tal vez él necesitaba mucho del trabajo.
Aunque intento no basarme en ellos, la verdad es que también tengo prejuicios y sospeché que el tipo era una encantador de serpientes que nada iba a hacer. Pero su ofrecimiento sonaba tan transparente y su voz imponente lo hacía sonar tan verídico que empecé a dudar de mi intuición, en últimas, por algo lo habrían contratado. De hecho, el personaje logró hacer cuestionar mi indiferencia en parte del tiempo libre sobre mis actividades laborales, probablemente cometía el error de juzgar al libro por su tapa.
¿Estaba desperdiciando un apoyo útil para organizar y divulgar información del programa? Este, aunque desordenado, tenía cosas por mostrar; eso sí, más por la inercia y esfuerzos individuales, que por convicciones de política interna o institucional.
Pasó el tiempo, mis preconceptos se cumplían uno a uno, y el supervisor no aportaba. Se limitaba a citar reuniones para no solo criticar, sino destrozar mis informes, no gustaba del contenido ni del tipo de letra. Era visible su molestia por no ser el autor y, como es usual en la academia, si no figuraba él, nadie lo haría.
Afirmaba que habría hecho todo de otra manera: bien. Citaba artículos de la Constitución Política de Colombia, —siempre los mismos en cada reunión— para argumentar sus observaciones. ¿Cómo se ligaba la carta magna a cada categoría e indicador del CNA? Una pregunta que solo él, con rebuscadas alocuciones podía responder.
Procurando alejarme de conflictos que no harían más que retrasar el proceso, sugerí repartir tareas. Le di a elegir y me entregó las más operativas y dispendiosas. Acepté pensando que a futuro compensaríamos la balanza, cosa que nunca pasó.
Me escribía a diario, incluso fines de semana a altas horas de la noche, presionando, afirmando que no podía hacer su parte sin la mía —aunque los temas eran independientes—. Insinuaba que no tenía compromiso con el proceso, que no confiaba en la información que le daba, que volviera a revisar los datos y, citaba la Constitución.
Di respuesta a todos sus correos aún lidiando con proyectos de investigación, tesistas, clases, tutorías, coordinaciones de áreas, monitores, «reunionitis» del programa, entre otros. Faltando tiempo para una entrega importante lo contacté a través de un par de llamadas, su secretaria lo excusó con reuniones, así que le escribí un correo para saber de su progreso y ofrecer mi ayuda.
Me afanaba la fecha del comité de facultad para exponer avances, siempre he tenido pena extrema por la posibilidad de llegar a una reunión a divagar o a brindar excusas y no productos. Al llegar el día, en presencia de todos los directivos que nada aportaron, se estiró en su silla y dijo que la reunión iba a ser corta. Afirmó que no había avance alguno, me acusó de enviar tardíamente la información, de acosarlo con múltiples correos e infinitas llamadas a su oficina, de entrometerme en su vida privada.
De una forma ininteligible logró citar el artículo 13 de … la Constitución, y afirmó que yo debía respetar y no coartar sus tiempos de trabajo y los de su familia. ¿Por qué me atacaba? Hice mi parte con calidad, ofrecí ayuda y lo busqué en horarios laborales. No dejaba de preguntarme: ¿y si fuera cierto mi acoso, en dónde quedaba el 24/7 prometido públicamente?
Quedé atónito y muy mal parado, sin reacción. La sorpresa me ahogaba sin capacidad para salir del asombro y defenderme, esto me ha sucedido varias veces para mi lamento. Cuando veo todo al revés y explicarlo me parece tan fácil que siento que no debería hacerlo, se me escabullen las ideas y se me atragantan las palabras.
Con el tiempo, acusó por igual a todos los coordinadores de programas de la U. Ninguno servía para su ritmo de trabajo 24/7. Fue un obstáculo enorme que contaba con el respaldo de los directivos. Un año y medio de correos y reuniones citando la Constitución lo empezaron a desnudar, pero lo que llevó a su salida de la universidad no fue su nulo aporte, sus cuestionables métodos de trabajo, su tendencia a enlodar y minimizar a los demás, o el mal ambiente laboral que creaba y transmitía.
Resulta que actuaba en representación de dueños de predios cercanos a la universidad, conocía entonces los montos que los dueños aceptarían por su venta. A la vez, en sus campeonas jornadas de tinto y cigarrillo con directivos, lograba información privilegiada de lo que ésta estaba dispuesta a pagar por expandirse.
Inflaba los precios para la U y los disminuía para los vendedores. Ganaba por ambas puntas, jamás vio riesgo moral en su actuación. Él tenía razón y yo era ciego. «Se dedicaba» a la universidad, literalmente, de tiempo completo, solo que en labores distintas a las contratadas.
Años después volví a escuchar el generoso ofrecimiento. Provenía de otros altos consejeros, "líderes" que no lideran nada en universidades diferentes. Aterrorizado y escéptico, tuve que huir de ellos, el lema 24/7 no lo creo ya ni con el famoso desodorante.
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