El mismo año en el que Ariadna Gutiérrez perdió la corona de Miss Universo, apenas cuatro minutos después de haber sido anunciada como ganadora, viví una historia similar a la suya, por ello me conmoví como ninguno al ver que aun ganando, perdió.
Sentí comprenderla totalmente, sus declaraciones, su llanto, el desazón y la rabia que produce la derrota después de haberlo dejado todo. Nunca imaginé que podría solidarizarme con una reina de belleza, ni tener algo en común y significativo con una señorita Colombia; las reinas jamás me habían interesado más allá de ver anual y obligadamente los reinados con mi mamá y oírle comentar acerca de trajes, sobrepesos y alguna respuesta descabellada.
El paralelo con Ariadna surge a raíz de que después de varios años de trabajo entregado y disciplinado, lograba ganar una convocatoria para una posición directiva con estatus en una IES confesional que contaba con acreditación, esto luego de haber participado sin éxito en múltiples procesos similares.
El camino había sido largo, triunfar en las convocatorias docentes es difícil —lo dije en habemus docente—, pero las de dirección lo son mucho más, además de escasas. Envalentonado, enfrentaba a 17 candidatos meritorios, de los cuales algunos llegaban con recomendaciones, pero yo estaba decidido a asumir la competencia y abordar sin temor los 9 filtros interminables que comprendían desde pruebas sobre conocimientos, idiomas, psicotécnicas, así como extensas propuestas de investigación, planes de acción y múltiples y eternas entrevistas en las que hay que profetizar sobre todo y más.
Convencido de que era mi momento, me preparé con ahínco, dediqué tiempo y energía a revisar cada detalle de todos los requisitos de las distintas fases del concurso; conocedor del alto nivel, buscaba diferenciarme y obtener ganancias marginales que me impulsaran. La preparación me daba confianza, contaba con experiencia debido a decenas de concursos similares en los que participé y, además, había trabajado en la universidad convocante, lo cual me daba conocimiento del entorno.
Después de ocho fases tan tediosas como extensas, tres candidatos compartimos la recta final que consistía en entrevistarnos con un vicerrector extremadamente amanerado para una universidad de frailes. Para no dejar nada al azar repasaba las pocas publicaciones del vicerrector gay, las cuales había buscado, impreso y leído, resumiéndolas para sentirme al 100%,, seguro de que mis rivales no tendrían idea de la existencia de ese material; para finalizar, al igual que en cada etapa, no me sobró pedirle una ayuda desde otro plano a mi madre, y lleno de fe e ilusión me presenté.
Aquel día pudo haberme interrogado el mismo drácula en su versión más sangrienta y oscura y no me atemorizaría. ¡Fui con todo! Tuve la misma solvencia para hablar con propiedad de actividades de gestión académica, como de políticas anticíclicas o de nanotecnología en Singapur, del origen del universo y su apocalipsis. Salí convencido de que el cargo sería mío.
Competía con un apellido Umaña bastante reconocido entre el gremio de economistas en el país, su abolengo me superaba por mucho, pero no sus resultados, se retiró afirmando que la remuneración no estaba a su altura. El tercero en discordia tenía un aire señorial que le daba una ventaja subjetiva, ya que, según el estereotipo, los mayores con canas siempre saben más, y algunos podrían ver cortos mis 35 años del momento, le aventajé levemente en los particulares rankings de número y alcance de las publicaciones.
Una secretaria conocida con la que había trabajado me enteró anticipadamente de los resultados, me comunicó que había salido una resolución interna en la que aparecía primero, ante lo cual, embriagado de placer y amor propio, empecé a celebrar mi triunfo con familiares y allegados. La corona era mía y toda la preparación, cada paso y experiencia laboral que tuve para llegar hasta allí había valido la pena.
Pocos días después del dato extraoficial recursos humanos me contactó para firmar contrato, asistí muy tieso y muy majo, desbordando sonrisas por doquier; en ese momento, en ese pequeño instante me hallé feliz, tal como Will Smith en la famosa película "En busca de la felicidad". Me pidieron esperar unos minutos en una sala porque no encontraban el contrato, no me afané, supuse que era algo típico del desorden administrativo de estas dependencias, y al fin, casi tres horas después de lo acordado, recibí un documento para trabajar como profesor de planta.
Llamé a la encargada, la equivocación era obvia, yo sería decano. Ella, "diligentemente" se tomó una hora más para confirmar mi asignación, el gerente de la dependencia había cumplido su jornada laboral así que no pude hablar con él y me marché solicitando revisión. Esa misma noche contesté a un número desconocido en el que una voz muy seria y seca desde el anonimato me decía que debía aceptar el cargo, que era eso o nada y sin dar explicaciones ni tiempo, cortó la llamada.
Preocupado, sin entender, me presenté al otro día ante la secretaria que me proclamó ganador, ésta, después de dos días de insistencia, algo molesta por poner en duda su palabra, me dejó ver la resolución con mi nombre como ganador, volví a relajarme y pensé que todo era una praxis de algún mal perdedor, solo quedaba que alguien en la oficina de contratación explicara los acontecimientos.
Pasaron tres días que debido a la ansiedad y al misterio me parecieron veinte, me citaron nuevamente para firmar, pensé que todo estaba solucionado, pero esta vez me ofrecieron un cargo como director de investigaciones de la facultad. Volví a negarme y en la noche, otra llamada desconocida. El tono, esta vez más seco y nada cordial, impositivo, me advertía que si no firmaba me quedaría sin trabajo; pregunté con quien hablaba, el porqué de esas atribuciones, del tono de amenaza, de la irracionalidad de la llamada. La voz masculina detrás del misterioso número no respondió a ninguna de mis preguntas y, ante mi negativa, volvió a cortar la comunicación.
Rechacé en noches posteriores muchas llamadas, en la última que contesté me aseguraban que tendría la decanatura, solo a condición de contratar a cinco consultores y cinco profesores de planta que me fueran indicados. Esto implicaba despedir sin criterio alguno a toda la planta actual y omitir cualquier tipo de mérito para renovarla; familiares y allegados de confianza me aconsejaron tomar el cargo, el país, me decían funciona así y hay que aceptar esa realidad.
Había trabajado duro y quería lograr el reconocimiento, medirme en escenarios mayores, el precio, en últimas, lo pagarían otros. Dudé en esos extensos días, pero al final, esta salida era muy lejana a mi manera de ser, me llamaron purista e ingenuo, por poner el caso en conocimiento de la universidad. Allí, me dijeron que, dada la gravedad del caso, tomarían serias medidas y que muy pronto se comunicarían conmigo, gestión que espero hace una década al estilo de "El profesor no tiene quien le escriba".
Poco después nombraron en "mi cargo" al sobrino de un político famoso dueño en ese año de una curul en el Congreso de la República, el cual había sido eliminado en la fase uno por no contar con las credenciales exigidas en la convocatoria. Su primer acto fue despedir a toda la planta docente y nombrar a cinco individuos que no sabían lo que era dictar una clase.
Consulté a un abogado que me cobró una cifra considerable, este concluyó que no había nada que hacer; el concurso, si bien detallaba fases, puntajes, criterios de desempate, no era de mandatorio cumplimiento por la universidad ya que esta era de índole privado y se reservaba en el parágrafo 15875 de la cláusula 5420 el derecho de cambiar o desconocer su propio proceso.
Unos días después supe a través de contactos que sobrino y tío tenían lazos contractuales con los frailes. No tuve mucho tiempo para lamentarme, al menos no en esa "institución", porque la pesadilla continuaba., los tentáculos de poder del político que aún hoy día sigue vigente, llegaron también a sustituir al decano de la facultad en la que yo tenía contrato.
Maldije mi mala suerte, me parecía inverosímil que en dos IES, justo en aquellas con las que yo estaba relacionado, en una por buscar un sueño laboral, y en otra por ser empleado, un personaje ajeno por completo a la academia, tuviera el poder de contratar y despedir a su antojo. La diferencia en este caso radicó en que no estuve solo, fuimos tres los docentes que en lugar de ser despedidos vimos que no renovaron nuestros contratos, esto para un acomodo sutil y guardar las formas ante la comunidad académica.
Perdí entonces no solo uno sino dos trabajos, la ilusión en la labor ardua y meritocrática, la fe en la institucionalidad y sus dinámicas. Tuve que enterrar estos discursos y la enorme decepción laboral y personal que me causó el inútil teatro no tuvo par. Aunque quise verlo como un caso aislado, he vivido o atestiguado en varias ocasiones el sufrimiento de muchos por el bizarro matrimonio entre política y academia; desistí entonces, por muchos años, de volverme a postular.
La amarga experiencia me dejó un mayor conocimiento de mí mismo, la victoria moral de ganar o ratificar la gloria a cualquier costo, afectando a terceros. También perdí algo más de ingenuidad, lo cual ayuda a comprender el mundo. Además, logré establecer complicidad con gente que tuvo experiencias similares y no dieron su brazo a torcer, ese capital humano está en mis llamadas y tragos.
Ganar es muy difícil en un mundo tan competitivo como el actual. Y ganar y aun así perder, es absurdo y cruel. Las universidades proclaman formas estilizadas y exigentes, pero en su interior, pantomimas como esta materializan lo contrario al deber ser y no tienen dolo con aquellos que entregan su esfuerzo a esta actividad. Ante la corrupción no se gana ni ganando.
Sentí por Ariadna durante mucho tiempo y con gran intensidad una pena inmensa, la misma que me tuve a mí mismo. Y cuando circuló la muy probable versión de que había perdido su corona por ser colombiana, esto es, por un factor político que no convenía a los intereses de los poderosos, sentí surgir un lazo cercano, doloroso y extraño con ella.
Esa pena que sentí por la reina es igual a la que siento ocasionalmente por lo que conocemos bajo el nombre de academia.
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