Con 25 años cumplidos vivÃa apenas mi tercero en docencia universitaria, gateaba en un oficio en el que nunca se deja de aprender. Buscando crecer, leÃa decenas de artÃculos sobre enseñanza, los cuales combinaba con mi fuerte y eterna debilidad por ver y repetir pelÃculas sobre profesores.
En éstas, los protagonistas siempre logran inspirar a los estudiantes, transforman sus vidas escuchándolos, acompañándolos, entendiendo su entorno, adaptándose a sus tiempos y situaciones, si bien pasan por momentos difÃciles, invariablemente salen triunfantes. Llevado por el ideal del maestro que trasciende al profesor que dicta clases y convencido de mi capacidad de aporte quise pasar a la práctica. Soñaba con vivir mi propia historia épica.
Para sentirme valioso, pensaba, requerÃa lograrlo junto con moralejas personales que nos impactaran a todos significativamente. QuerÃa emular a Hillary Swank en la conmovedora e inolvidable Freedom Writers [2007], mostrando que todos tenemos por vivir una historia interesante y contarla de manera inigualable; si la tarea me quedara grande, me conformarÃa con imitar a Samuel Jackson en la inspiradora Coach Carter [2005], ayudando a encontrar balances entre diferentes esferas de la vida y el rendimiento académico.
En un entorno en el que pocos entienden que la formación profesional requiere apoyos, yo sentÃa que debÃa darlos todos; oÃa excusas, temores, lÃos y problemas de toda Ãndole, asÃ, recibÃa comentarios positivos e incluso manifestaciones de afecto de parte de los estudiantes, pero los resultados académicos no aparecÃan. Lo único que obtenÃa era frustración y un agotamiento mental cada vez mayor, esto, a pesar de que mi vida personal marchaba bien.
Mientras que daba consejos matrimoniales sin estar casado, de paternidad sin tener hijos, financieros sin tener plata, y luchaba por entender esferas laborales, sexuales y de migración, que no habÃa experimentado, apareció Nataly, una estudiante del pregrado de relaciones internacionales que tomaba una de mis clases.
Sus notas eran mediocres y no destacaba más que por la amplitud y el alto volumen de su risa, siempre entraba a clase recochando y era inevitable ignorarla. No era brillante, se limitaba a asistir y cumplir, se mostraba totalmente indiferente en las sesiones pero respondÃa a las preguntas esporádicas de clase. Perdió por poco el primer parcial y luego de este falló un par de sesiones; a su regreso, en muletas, su risa era ahora angustia y llanto, enyesada de una pierna me contó detalladamente sobre el maltrato que le infringÃa su padrastro.
Atendà cada palabra preocupado y le agradecà que me hiciera parte de un tema tan personal. Sugerà dar a conocer el caso a las autoridades, pero ella temÃa represiones mayores y creÃa que si callaba protegÃa la unidad familiar. Después de oÃrla a diario, de darle clases en exclusiva, de brindarle mayores tiempos de entrega, de diseñarle nuevas pruebas —que siempre fallaba— y de mi incapacidad para desentenderme y abandonar el caso, vi que el tema trascendÃa el curso.
Pensé que su carrera y su vida misma estaban en juego, por ello le pedà que me dejara intervenir. Tras su forzada aceptación fui raudo al instituto colombiano de bienestar familiar [ICBF], donde después de largas esperas, me remitieron a una comisarÃa de familia. Hice turnos eternos en dÃas diferentes, perdà clases, comités, jornadas laborales enteras, también encuentros para ver cine y/o tomar cerveza; dormÃa mal pensando en Nataly y en las chicas que, como ella, sufrÃan en silencio mientras soñaban con ser profesionales.
Me sentÃa extraño y entrometido, incómodo con la situación. Su consentimiento me tranquilizaba y ser fiel a la idea de mejorar el mundo me entusiasmaba, asà que, finalmente, coloqué «mi» denuncia y anhelé cambios. Después de hacerlo, Nataly no volvió a las clases, tampoco respondÃa a los correos y mis miedos se acrecentaban. Pasé de la preocupación a la angustia, luego a la culpa y ésta junto al insomnio y la especulación acerca de lo que le pasó me carcomÃan.
Sus compañeros no me daban razón de su paradero, los nervios me mataban, asà que insistà varios dÃas hasta que una de sus amigas habló entre dientes: "profe... Nataly no ha vuelto porque ... ella es asà ... siempre hacemos todo por ella, luego nos deja tirados y retira los cursos, esta vez inventó un caso de maltrato cuando la verdad es que se cayó por la escalera de la casa; sus papás son súper queridos".
El tamaño del engaño solo era equiparable a mi nivel de tonterÃa. Al sacar del maletÃn el denuncio en el que acusé a su exnovio de maltrato, pues ese fue el nombre que ella me dió para referirse a un padrastro inexistente, recibà miradas lastimeras y un par de sonrisas soterradas, mi molestia solo era superada por mi tristeza. Nataly me evadió en los pasillos y nunca volvió a clase, su engaño me hizo revisar tiempos, acciones y entendimiento sobre este trabajo y mi forma de ver el mundo.
Empecé a modificar mi dÃa a dÃa en clases. De a poco fui replanteando mi forma de abordar el trabajo y construà la idea de #SinExcusas. La moraleja se centró en aterrizar la concepción laboral y mi logro —no menor— fue volver a perder el sueño con mis propios problemas.