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LA MENTIROSA MAYOR

Actualizado: 24 nov


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A los 25, apenas transitaba mi cuarto año en docencia universitaria. Gateaba en un oficio en el que nunca se deja de aprender. Buscando crecer, leía numerosos artículos sobre enseñanza y alimentaba mi debilidad por ver y repetir películas sobre profesores.


En el cine, los docentes inspiran, transforman vidas, apoyan a sus estudiantes y se adaptan a sus circunstancias. Aunque enfrentan dificultades, invariablemente salen triunfantes. Atraído por la idea de encarnar al maestro que trasciende al profesor que «solo» dicta clases, y convencido de mi capacidad de aportar, quise pasar a la práctica. Soñaba con protagonizar mi propia historia épica.


Creía que debía establecer moralejas que impactaran y fueran útiles a mi entorno. Quería emular a Hillary Swank en la conmovedora Freedom Writers [2007], ayudando a mis alumnos a superar sus dificultades; o a Samuel Jackson en la inspiradora Coach Carter [2005)], equilibrando el rendimiento académico con la vida misma; tal vez sembrar una pizca del ingenio que muestra Eugenio Derbez en Radical [2023] para el eterno contexto de la educación latinoamericana.


En un entorno donde pocos entienden que el logro profesional requiere apoyos, yo sentía que debía darlos todos. Escuchaba entonces problemas, excusas y temores de distintas cepas. Daba consejos matrimoniales sin estar casado, de paternidad sin tener hijos, financieros sin dinero y hasta sexuales sin tener con quién ejercer en esa época. Intentaba comprender afecciones mentales, así como entornos laborales y familiares ajenos a mi experiencia.


Recibía comentarios positivos y señales de afecto de mis estudiantes, pero los resultados académicos no llegaban. Aunque mi vida personal iba bien, cada jornada me dejaba agotado, abrumado y triste por las situaciones ajenas.


En esto apareció Nataly, estudiante de relaciones internacionales. Sus calificaciones mediocres reflejaban su indiferencia por la clase. Perdió el primer parcial, faltó varias veces y, al regresar, enyesada y con muletas, me pidió hablar. Entre lágrimas, me reveló con minucia el maltrato que le infligía su padrastro.


Me conmoví con sus palabras y gestos, admiré su valentía para continuar y le sugerí llevar el caso a las autoridades. Ella dijo temer represalias; creía que callando protegía la unidad familiar. Sin muchas opciones, le ofrecí clases personalizadas, mayores tiempos de entrega, nuevas pruebas, todo en pro de ayudarle, pero nada cambió.


Convencido de que su carrera y quizá su vida estaban en peligro, quise aumentar el margen de acción. Insistí hasta que aceptó mi intervención y entonces fui raudo al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar [ICBF], donde, tras largas esperas, me remitieron a una comisaría de familia.


Por momentos me sentía extraño, entrometido e incómodo. Pero la idea de mejorar el mundo me entusiasmaba y contar con su consentimiento me tranquilizaba. Perder varias jornadas laborales enteras y mi tiempo personal eran poco tributo si podía ayudarla.


No lograba desentenderme del caso. Pensaba en Nataly y en tantas chicas que sufrían en silencio mientras intentaban ser profesionales. Finalmente, coloqué «mi» denuncia en la comisaría y anhelé cambios.


Después de hacerlo, Nataly desapareció. No respondía mis correos ni asistía a clase. Empecé a sentir un miedo creciente. Pasé de la preocupación a la angustia, luego a la culpa. Y esta, junto con las infinitas especulaciones que mi cabeza maquinaba sobre su suerte, me carcomía de día y me llenaba de insomnio por las noches.


Sus compañeros no me daban razón de su paradero. Los nervios me mataban. Insistí varios días hasta que una amiga suya habló entre dientes:


—Profe... Nataly no ha vuelto porque... ella es así. Siempre le hacemos todo, luego nos deja tirados y retira los cursos. Esta vez inventó lo del maltrato… la verdad es que se cayó por la escalera de su casa; sus papás son súper queridos.


Saqué de mi maletín el denuncio en el que acusé a su exnovio —nombre que ella me dio para culpar a un padrastro inexistente—. Recibí miradas lastimeras y un par de sonrisas soterradas.


Mi molestia solo era superada por mi tristeza.

Nataly me evadió en los pasillos y nunca volvió a clase. Poco a poco, fui replanteando mi forma de abordar la labor y construí la campaña de #SinExcusas. 


La moraleja se centró en aterrizar mi visión del trabajo docente. Y mi logro —no menor— fue volver a perder el sueño con mis propios problemas.


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