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Foto del escritorAndrés Gómez

LA MENTIROSA MAYOR


Con 25 años cumplidos vivía apenas mi tercero en docencia universitaria, gateaba en un oficio en el que nunca se deja de aprender. Buscando crecer, leía decenas de artículos sobre enseñanza, los cuales combinaba con mi fuerte y eterna debilidad por ver y repetir películas sobre profesores.


En éstas, los protagonistas siempre logran inspirar a los estudiantes, transforman sus vidas escuchándolos, acompañándolos, entendiendo su entorno, adaptándose a sus tiempos y situaciones, si bien pasan por momentos difíciles, invariablemente salen triunfantes. Llevado por el ideal del maestro que trasciende al profesor que dicta clases y convencido de mi capacidad de aporte quise pasar a la práctica. Soñaba con vivir mi propia historia épica.


Para sentirme valioso, pensaba, requería lograrlo junto con moralejas personales que nos impactaran a todos significativamente. Quería emular a Hillary Swank en la conmovedora e inolvidable Freedom Writers [2007], mostrando que todos tenemos por vivir una historia interesante y contarla de manera inigualable; si la tarea me quedara grande, me conformaría con imitar a Samuel Jackson en la inspiradora Coach Carter [2005], ayudando a encontrar balances entre diferentes esferas de la vida y el rendimiento académico.


En un entorno en el que pocos entienden que la formación profesional requiere apoyos, yo sentía que debía darlos todos; oía excusas, temores, líos y problemas de toda índole, así, recibía comentarios positivos e incluso manifestaciones de afecto de parte de los estudiantes, pero los resultados académicos no aparecían. Lo único que obtenía era frustración y un agotamiento mental cada vez mayor, esto, a pesar de que mi vida personal marchaba bien.


Mientras que daba consejos matrimoniales sin estar casado, de paternidad sin tener hijos, financieros sin tener plata, y luchaba por entender esferas laborales, sexuales y de migración, que no había experimentado, apareció Nataly, una estudiante del pregrado de relaciones internacionales que tomaba una de mis clases.


Sus notas eran mediocres y no destacaba más que por la amplitud y el alto volumen de su risa, siempre entraba a clase recochando y era inevitable ignorarla. No era brillante, se limitaba a asistir y cumplir, se mostraba totalmente indiferente en las sesiones pero respondía a las preguntas esporádicas de clase. Perdió por poco el primer parcial y luego de este falló un par de sesiones; a su regreso, en muletas, su risa era ahora angustia y llanto, enyesada de una pierna me contó detalladamente sobre el maltrato que le infringía su padrastro.


Atendí cada palabra preocupado y le agradecí que me hiciera parte de un tema tan personal. Sugerí dar a conocer el caso a las autoridades, pero ella temía represiones mayores y creía que si callaba protegía la unidad familiar. Después de oírla a diario, de darle clases en exclusiva, de brindarle mayores tiempos de entrega, de diseñarle nuevas pruebas —que siempre fallaba— y de mi incapacidad para desentenderme y abandonar el caso, vi que el tema trascendía el curso.


Pensé que su carrera y su vida misma estaban en juego, por ello le pedí que me dejara intervenir. Tras su forzada aceptación fui raudo al instituto colombiano de bienestar familiar [ICBF], donde después de largas esperas, me remitieron a una comisaría de familia. Hice turnos eternos en días diferentes, perdí clases, comités, jornadas laborales enteras, también encuentros para ver cine y/o tomar cerveza; dormía mal pensando en Nataly y en las chicas que, como ella, sufrían en silencio mientras soñaban con ser profesionales.


Me sentía extraño y entrometido, incómodo con la situación. Su consentimiento me tranquilizaba y ser fiel a la idea de mejorar el mundo me entusiasmaba, así que, finalmente, coloqué «mi» denuncia y anhelé cambios. Después de hacerlo, Nataly no volvió a las clases, tampoco respondía a los correos y mis miedos se acrecentaban. Pasé de la preocupación a la angustia, luego a la culpa y ésta junto al insomnio y la especulación acerca de lo que le pasó me carcomían.


Sus compañeros no me daban razón de su paradero, los nervios me mataban, así que insistí varios días hasta que una de sus amigas habló entre dientes: "profe... Nataly no ha vuelto porque ... ella es así ... siempre hacemos todo por ella, luego nos deja tirados y retira los cursos, esta vez inventó un caso de maltrato cuando la verdad es que se cayó por la escalera de la casa; sus papás son súper queridos".


El tamaño del engaño solo era equiparable a mi nivel de tontería. Al sacar del maletín el denuncio en el que acusé a su exnovio de maltrato, pues ese fue el nombre que ella me dió para referirse a un padrastro inexistente, recibí miradas lastimeras y un par de sonrisas soterradas, mi molestia solo era superada por mi tristeza. Nataly me evadió en los pasillos y nunca volvió a clase, su engaño me hizo revisar tiempos, acciones y entendimiento sobre este trabajo y mi forma de ver el mundo.


Empecé a modificar mi día a día en clases. De a poco fui replanteando mi forma de abordar el trabajo y construí la idea de #SinExcusas. La moraleja se centró en aterrizar la concepción laboral y mi logro —no menor— fue volver a perder el sueño con mis propios problemas.

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