Desastrosa y traumática.
Así fue mi primera sesión como docente en propiedad. Quería medirme en el rol de profesor, pero la oportunidad me atropelló. Recién graduado busqué opciones académicas hasta que una universidad me aceptó como profesor de cátedra un viernes en la noche para empezar el siguiente lunes.
Me asignaron un curso que no había visto, la temática era «planeación económica» y debía dictarlo para estudiantes de noveno y décimo semestre. En principio me sentí muy contento, pero no alcancé a mentalizarme y mucho menos a prepararme para el reto.
El directivo que me entrevistó, Jorge Quintero, fue muy amable, a pesar de proponer una entrevista exigente, la planteó de manera pausada y eso me permitió estar tranquilo. Él sabía que contratarme era un riesgo, puesto que, a pesar de mis conocimientos, no tenía mayor experiencia docente.
Me dio su aprobación al tiempo de «recomendarme» utilizar corbata, un estereotipo de imagen organizacional que en la academia hace pensar a varios que quien la usa sabe más y enseña mejor que quien viste jeans. Sospecho, además, que debido a mi corta edad —tenía 22 años— quería hacerme lucir mayor porque los mayores «siempre» saben más que los jóvenes.
Llegando de la universidad pública en dónde estos temas son irrelevantes y, por contra, se conocía gente brillante discutiendo en tenis o sandalias, me sentía incómodo. Acepté a regañadientes, la verdad es que nunca me gustó la corbata, no la consideraba necesaria, y me hacía sentir falso, postizo, simulando ser otro, uno supuestamente mejor y más formal.
En la misma línea, todos allí utilizaban la palabra «doctor» como sinónimo de profesor, una práctica arraigada en esa universidad que me colocaba en un modo leguleyo, aburrido y traidor a mis principios, también receptor de una lisonja inmerecida que debía devolver siempre con la misma formalidad y un alto nivel de hipocresía incómoda.
En todo caso, los estudios de maestría, mi gusto e interés por el aprendizaje y la investigación, por aportar a los avances como país, no bastaban aún para conseguir un trabajo decente. Correr apuestas de caballos, sectorizar extractos financieros para envío certificado y otros trabajos que ejecutaba por esos días no engrosaban mi hoja de vida, tampoco daban despegue a la cuenta de ahorros. Así que no se trataba de lo que yo sentía o creía, debía acatar si quería aprovechar la opción.
Tendría que adaptarme. Y el traje junto con los formalismos serían lo de menos porque en el día de mi estreno, los nervios me inundaban desde antes de entrar al salón, al punto de que después de haber escrito la palabra economía unas 90.000 veces, al inicio de clase, me acerqué al tablero y … dudé sobre la tilde. Error garrafal.
Leía mucho desde pequeño, empecé con los viejos y deteriorados cuentos de Condorito y Superman que mi papá intercambiaba en la plaza España del centro de Bogotá para ahorrar unos pesos, devoré luego toda la literatura del bachillerato y así seguí en la carrera. Por eso, no olvido el momento en el que dudé, traicionando la relación entre lector asiduo y ortografía, uno de mis supuestos puntos fuertes.
Era mi primera experiencia como profesor titular. Quería aprovecharla para inspirar a la gente, soñaba con replicar y multiplicar la construcción de conocimiento, con hacer una clase espectacular, el mejor pregrado, la mejor universidad, la mayor nación y contribuir al mundo entero desde un salón.
Me sentía obligado y capaz de lograr la paz mundial. Sin embargo, iba a ser difícil dudando sobre la primera palabra puesta en público. No fallé, pero sentí los ojos atentos, la intriga de un segundo eterno en el que el estudiante, expectante, puede minar toda su fe en el docente, aquel que debe ser su guía, iluminarlo, servir como vehículo para sacar lo mejor de sí. Sentí erosionarse mi confianza.
Después de trastabillar en el tablero cumplí con la tonta formalidad de pasar la hoja de asistencia. La recibí llena de correos que referían a instituciones de alto nivel, @banrep.gov.co, @dnp.gov.co, @idu.gov.co, @ecopetrol y otros por el estilo. Era mi primer trabajo formal y deducía que los estudiantes, que en promedio tenían 10 años más que yo, contaban también con mayor experiencia laboral y conocimientos sobre el tema a estudiar. Terror.
Después de los correos y la duda ya no sabía si continuar o cerrar la sesión, si sentarme o quedarme de pie. Tirar la corbata por la ventana y abandonar parecía buena opción en el primer día. La incomodidad fue suprema en la hora más larga que tuve ante un salón de clase y sudé más que en mis extensos partidos de fútbol y squash.
Sentí que el periodo iba a ser difícil y acerté, mi primera clase condicionó mi primer semestre. No disponía aún de técnicas para preparar las clases, ni de estructuración de actividades, algo sabía por mis costumbres lectoras, un buen nivel de posgrado, mi gusto por la disciplina, cierto grado de pragmatismo para evitar el abismo entre teoría y práctica, la constancia en los seminarios que cursé y capacidad para encontrar lazos entre temáticas.
Sin haber visto el curso que debía dictar, aprendía sobre la marcha y esto lo dificultaba todo. Para poder ofrecer completas dos horas de clase preparaba mínimo ocho y aun así me quedaba corto porque al llegar al salón se me olvidaban los temas. Preparaba siempre al menos tres ejemplos para cada caso, si estaba en una buena sesión recordaba uno, este me salía de manera simplona y sobre todo, veloz, no hallaba que hacer para redondear el tiempo total de clase.
No olvido después de 20 años de ejercer el oficio docente a Bernardo Zapata, mi primer crítico, un estudiante muy entregado que tuvo que complementar temas, sugerir bibliografía, ilustrar experiencias y hasta corregir en ocasiones algún yerro. En pro de mejorar decidí rediseñar el esqueleto de las sesiones y repetir cada clase en la ducha, en los calentamientos de los partidos, en la buseta camino a visitar a una exnovia. Los trancones bogotanos serían mis mejores aliados para estudiar y repasar "n" veces.
En cada sesión mejoraba pero no cumplía con la cantidad de tiempo ni la calidad esperada. Empecé a dictar las clases a todo aquel que me cruzara: exnovia, exsuegra, amigos desocupados, mi papá, el peluquero, etc. Todos, aburridos, me daban ánimo y decían que iba bien.
A mitad de semestre encontré a Bernardo en la cafetería de la facultad. Tomando un café descubrimos que teníamos un conocido en común, tal vez eso alivianó sus mordaces pero acertados comentarios. Al sentir que no todo lo que decía estaba en cuestión fui soltando, seguí practicando y en las últimas sesiones logré mejorar un poco.
Vi que me faltaba mucho. Tendría que trabajar en temas de pedagogía —evitando en lo posible los cursos de los pedagogos—, estructuración de sesiones, ejemplificación de temas, repartición de tiempos, estrategias comunicativas, diseño de pruebas evaluativas, incluso debía desarrollar sentido común para comprender a estudiantes y lidiar con directivos. Más de veinte años después sigo aprendiendo.
El curso se hizo según el calendario, el syllabus y todos los formalismos de rigor, pero recordar mi primera clase sigue haciéndome sudar a esta altura de la vida.
Comments