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#SINEXCUSAS

En el ejercicio docente escuchar excusas es tan común como calificar.


Las hay de todo tipo: personales, familiares, laborales, médicas, financieras, sexuales, espirituales, tecnológicas, políticas, animalistas, ambientalistas, entre un vasto archipiélago.


Justifican todo, inasistencias, bajo rendimiento, la no entrega de trabajos, entregas individuales de un trabajo que se pactó grupal o la presentación grupal de uno individual. Muchas son ciertas, otras varias no y esto golpea fuertemente la calidad de la educación superior.


Uno quiere creer en la palabra y la buena fe de las personas, pero años de experiencia en el «gremio», me dicen que existe uso y abuso de las excusas. Tomé la decisión de verificar varias después de haber sido engañado por la mentirosa mayor. Entre mis hallazgos cuento falsedad en documentos médicos, funerarios, laborales. También dispongo de numerosas confesiones de mis ex estudiantes, quienes tienden a ser más abiertos —igual que yo— cuando ya no hay notas de por medio.


Hay que decir, con tristeza, que se han convertido en la cotidianidad universitaria. Se pasa más tiempo escuchando excusas que resolviendo dudas temáticas. El momento de presentar una excusa, es tal vez, el momento único y feliz en el que el docente puede escuchar al estudiante desconocido argumentando un tema: el suyo.


Constituyen, en mi concepto, una buena parte de la explicación a la mediocridad y bajo nivel a largo plazo de los profesionales del país, mientras el profesor es el perjudicado en el corto.


Nadie piensa en el costo de oportunidad de tener a un docente —usualmente todos tienen alta formación— diseñando un supletorio del supletorio. El trabajo se multiplica por fuera del cronograma laboral y los buenos estudiantes no necesitan estos procesos.

¿Los administrativos? Usan estas situaciones para lucirse y congraciarse con los estudiantes, justificar sueldos y en ocasiones cultivar rumores malintencionados hacia quienes no son de su «tribu».


Los profesores armamos y procuramos respetar esquemas de temáticas, estrategias y calificaciones, lo cual no indica que ignoremos contingencias. Los directivos desacreditan y exigen «ayudar» al alumno como si no existiera otra obligación misional.


En este sándwich se termina diseñando nuevas actividades y recibiendo reclamos; he sido insultado y me han llamado «discriminador» por no repetir las pruebas originales. Todo es inaudito: excusas falsas, duplicación del trabajo, quejas estudiantiles por recibir nuevas actividades y directivos torpes.


«La ayuda del apoyo de la colaboración de la recuperación nos refleja como sociedad mediocre». Los administrativos no comprenden qué significa esto para la calidad que afirman defender. Y luego, se caen los puentes en las carreteras.


De poco sirven los reglamentos sobre el tema. Los hay llenos de contradicciones, incoherencias y vacíos. Tienen excepciones tan numerosas que todo constituye fuerza mayor. Son leyes de burlas.


Las excusas son un tema de difícil manejo. Si no se escuchan, se termina con fama de «honorable parlamentario», atendiendo una, se reciben decenas. Muchas son insólitas procurando ser originales. Además, trascienden escenarios y momentos, me las han acercado en horarios no laborales y festivos, en espacios privados, redes sociales, canchas deportivas, cafeterías, buses y bares.


En cuanto a la vía de presentación recuerdo a un estudiante que consiguió el teléfono de mi hogar. Era un feliz domingo futbolero y al regresar del tercer tiempo, recibí el recado de trámite URGENTE. Así lo anotó mi papá cuando aún compartíamos vivienda, en mayúsculas y subrayado. Fue imposible ignorar el caso porque él, que todo lo olvida sobre mí, me lo recordó diariamente.


He procurado sensibilizar en este tema, escribo el #SINEXCUSAS en el tablero en el inicio de cada sesión. El # me ayuda a lucir moderno, atrae la atención y deja un mensaje latente. Pregunto cómo ven el país, si gustan de los congresistas que no asisten o duermen en las sesiones, firman las leyes sin leerlas, o se presentan solo para marcar asistencia, avalados por excusas ridículas.


Coincidimos en que todo el mundo tiene una, en que las buenas intenciones no bastan para avanzar. Todos ven la paja en el ojo ajeno, se decepcionan de lo que somos y critican a «los otros». Se quejan de Simón Gaviria, Petro, Uribe, Pastrana, Mockus, Santos, de todos. Parece funcionar. De hecho, se genera un ambiente de complicidad hasta que en la cuarta sesión alguien llega con la excusa sobre la mascota del vecino del primo en tercer grado.


La cultura arrastrada por años no es fácil de vencer. Inercias estudiantiles —de las que también hice parte—, los llevan a creer que deben ser excusados bajo cualquier circunstancia. Directivos sordos y desinteresados refuerzan dicha creencia. Docentes complacientes hacen que quienes quieran impulsar un nivel profesional de exigencia sean vistos como problemáticos o malas personas; aquellos que buscan ser bien calificados sin prepararse ni exigir, promueven la cultura de «hacerse pasito».


Los estudiantes siguen la teoría económica —buscan maximizar sus ganancias, es decir, sus notas al menor costo—, pero los directivos que inician el semestre más papistas que el papa, invocando exigencia y defensa del reglamento, luego dan reversa pusilánime.

Replico el hashtag en el tablero, en pizarras de las plataformas tecnológicas, encabezados de talleres y parciales. Por exigir bajo parámetros básicos, sin paternalismo nocivo, he sido acusado en innumerables ocasiones de patán, insensible, intolerante, mal ser humano, entre otros que no deseo recordar.


No es de sorprender que el país tenga los gobernantes que critican, es apenas lógico y previsible. La educación es causa de muchos de nuestros bienes y males. Nadie se compromete y a nadie le importa. Pero a mí sí, y esto se refleja en mis evaluaciones docentes, llenas de comentarios de amor y odio extremo. Tengo alumnos que me promoverían para presidente, otros, iracundos, me acusan en exclusiva de sus malos resultados.


La campaña es desgastante y se tiende a sucumbir. ¿Quién soy acaso para establecer un fuerte de resistencia contra la mediocridad y la ineptitud, quién para luchar contra prácticas no meritocráticas de toda la sociedad, quién para evitar que la inercia nos carcoma, quién para enfrentar a directivos cómplices e indolentes y quién para darse el lujo de buscar nuevos contratos docentes y saltar entre universidades?


En una tarde de lluvia bogotana, entrando a clase con un grupo con el que sentía que había fracasado en este y otros temas, una exalumna me abordó frente a la U. Se dirigía a su posgrado dos años después de que compartimos un curso de microeconomía intermedia.


Me dijo que recordaba la clase, especialmente el # ya que, a través de él, empezó a buscar en sí misma, y no en otros, la razón de sus resultados. Me relató que esto la llevó, primero, a aprobar ese curso y luego, a apersonarse de diferentes campos de su vida.


Un pequeño paso para el docente y un gran paso para la academia. Ella, sin saberlo, me ayudó a resolver las preguntas que me planteaba y me recordó quién soy: 

¡Su Profesor!

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