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VACAS SAGRADAS

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La academia es un ecosistema poblado donde coexisten leones que rugen desde los rectorados, colibríes docentes que intentan lidiar con los incendios revoloteando en un bosque de precariedad laboral, ponis aprendices ilusionados con la meritocracia y, por supuesto, las vacas sagradas quienes se consideran dueñas del campus.


Me he topado con muchas de ellas en distintos escenarios: ministros de hacienda, codirectores del Banco de la República, académicos renombrados o altos funcionarios del sector público y privado. Lo que las define no es su aporte real al conocimiento ni su legado educativo, sino su destreza para acumular poder, contratos, ego y perpetuarse como centros de autoridad irrebatible.


Las vacas sagradas se ofenden si alguien osa mirarlas a los ojos, cuestionar sus ideas o tratarlas como algo distinto a un dogma. Encarnan lo opuesto al hombre orquesta: mientras este representa al docente explotado y polifuncional; aquellas simbolizan al académico privilegiado, intocable y desvinculado de la labor educativa real. 


Desde sus pedestales ejercen la inmovilidad disfrazada de sabiduría, el ego maquillado de experiencia y la mediocridad envuelta en el manto de un currículo extenso. Creen que sus logros pasados les garantizan reverencias vitalicias. Instaladas sobre su reputación, publican «refritos» que no son más que variaciones de sus propios trabajos. 


Utilizando un sistema de auto ordeño automatizado, reciclan artículos, disfrazan párrafos y hacen que su descrestadora ubre sea merecedora de aplausos, dinero y nuevos contratos. Para simular un proceso de pasteurización, citan y recitan textos originados en papers, que a su vez remiten a otros papers, que citan a otros tantos, construyendo así, toda una casa de citas.


A su favor cuentan con numerosos privilegios. Han acumulado tanto dominio y las IES que los acogen están tan necesitadas de mostrarlos, que hasta pueden dictaminar para sí mismos sus tipos de contratos, salarios, horarios, regímenes de pensión, todo esto sin que nadie pueda cuestionarlos ni hacer observaciones.


Desde el pedestal que construyeron activando influencias y conexiones, ejercen como pares, definen qué investigaciones y consultorías se aprueban, qué cursos son relevantes y qué profesores merecen seguir en la plantilla. Su presencia crea, incluso sin proponérselo, una jerarquía opresiva, donde el talento y la innovación pasan a un segundo plano frente al peso de los nombres.


En este ecosistema que debería fomentar la crítica y el cambio, las vacas insaciables de poder se atornillan sin pudor en las facultades, esperando ser reverenciadas en cada idea y capricho, sin dar chance al relevo generacional.


Por ejemplo, Karma-novitz, en su columna en El Espectador, critica semanalmente el nepotismo, mientras lo practica sistemáticamente en cada proceso de selección docente. Es fanático de sustituir democracia por dedocracia en cada una de las adjudicaciones de los proyectos de investigación que controla, contrariando los contenidos de las entrevistas que brinda.


Un ejemplo emblemático en mi campo es el de un profesor homónimo del autor de la novena sinfonía, cuya voz resuena fuerte y clara cuando se trata de relatar sus viajes a todos los mundiales de fútbol desde 1982, o de pontificar sobre la lucha contra la pobreza, la desigualdad y la injusticia social. Extrañamente, su prodigiosa memoria nunca recuerda remunerar adecuadamente a los asistentes que cargan sus ladrillos y dictan más de la mitad de sus clases en las tres universidades donde ostenta contratos onerosos como profesor emérito.


Otro caso ilustrativo es el de un reconocido académico que formó parte del gabinete Petro. Crítico severo del plagio, utilizaba en ocasiones, sin lío, los contenidos de las tesis que dirigía para publicar artículos en periódicos y revistas, todo con el fin de sumar puntos en el régimen especial de profesores, al que paradójicamente ataca en sus discursos.


En la misma línea trágica, Daniel y sus compañeros de tercer semestre celebraron la asignación del curso de Macroeconomía, a cargo de un exministro de Hacienda, autor de un libro sobre Economía Colombiana que exalta la formación de capital humano como motor de desarrollo. Su entusiasmo duró poco: la eminencia faltó durante el semestre entero, dejando clases, evaluaciones y explicaciones en manos de sus monitores. Aunque desmotivados, todos aprendieron allí la diferencia entre teoría y práctica.


Lamento el caso de Sergio, un tesista bajo mi dirección que formuló con entusiasmo una pregunta en la conferencia de la vaca sagrada de nuestra IES. El tema, por heterodoxo, era ajeno al gurú incuestionable de la universidad, pero eso no impidió que su majestad despotricara en público de lo que desconocía, reduciendo nuestro año de trabajo y lecturas a segundos de irrelevancia. La crisis existencial que sufrió Sergio me convirtió en su psicólogo motivacional y mi tarea principal pasó de orientar su investigación a convencerlo de no abandonar.


Los profesores que dirigen gremios asisten religiosamente a los conversatorios, pero lo único que no hacen en ellos es conversar. Entienden el espacio como un monólogo de autoelogio, una pasarela de aplausos que abandonan antes de iniciar las presentaciones ajenas. Después, indignados, aparecen en la prensa reclamando la falta de debate y de diálogo en la nación.


Las vacas sagradas monopolizan contratos mientras pastan por el campus, dictaminan quién sale o entra en cada universidad, y pontifican incluso sobre la marca del café de cada evento. Su influencia omnipresente hace que quedar fuera de su radar o confrontarlas signifique cerrar puertas en un gremio pequeño y profundamente zalamero.


No pueden faltar los que usan su estatus para conseguir favores, los adictos a las reverencias y los que ni se molestan en asistir. Son la caricatura perfecta de una academia que se vende como meritocrática y promotora del pensamiento crítico, pero que en realidad opera bajo lógicas de poder e intereses personales, ampliando el laberinto con trampas y obstáculos para los docentes.


El sistema las protege y utiliza como fachada para mantener una imagen de prestigio. Sus nombres aparecen en todas las ceremonias, inauguraciones y publicaciones institucionales, incluso cuando su contribución real pueda ser ínfima o nula.


Es difícil desmitificarlas. Aunque merecen respeto y reconocimiento por sus aportes pasados, en muchas ocasiones se han convertido en obstáculos que empequeñecen a la educación superior. Se han adueñado de las actividades de docencia, investigación y consultoría, inclinándose por quienes les rinden pleitesías y favores. El panorama se complica cuando se observa que quienes buscan sucederlas, prefieren imitarlas con devoción bovina.


Su hegemonía se mantendrá si se evaden los sistemas de rotación de cargos, y no se empodera a los que buscan innovar. Mientras el conocimiento siga secuestrado por egos y jerarquías enquistadas, y se continúe priorizando el poder sobre el mérito, la academia será un rebaño que seguirá dócilmente a vacas rumiantes que se creen incuestionables.


En este laberinto académico, la salida se percibe cada vez más lejana. Ponis, colibríes e incluso los reyes de la selva seguirán aplaudiendo a sus verdugos. Mientras tanto, las universidades se reducen a establos donde estas vacas desfilan con contratos millonarios, acumulando privilegios sin crear valor.  


Al final, lo que queda tras su paso son prestigios caducos, discursos rumiantes, productos rancios y mucho, mucho estiércol.



 
 
 

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